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UNAS 20 personas nos congregamos en la sala del piso bajo de la casa de
Filemón, poco después de las 8. Allan y yo éramos los únicos extranjeros, y los
únicos de toda la concurrencia que no sabíamos hablar mixeteco.
Sólo Filemón y su esposa
podían hablarnos en español. Nunca se nos había dispensado, entre campesinos
indígenas, una acogida como la que allí nos tributaron. No nos trataron fríamente, como
blancos intrusos, sino como sí fuéramos de los suyos. Se presentaron luciendo la mejor
ropa: las mujeres, de huipiles traje indígenas; los hombres, de pantalón blanco,
sujeto con cuerdas a la cintura, y un vistoso sarape sobre la camisa blanca y limpia. Nos
instaron, algo ceremoniosamente, a beber chocolate, y recordé de pronto que un antiguo
cronista español ya había explicado que antes de servirse los hongos, se tomaba
chocolate. Al fin comprobaríamos que aún subsistía el antiguo ritual indígena de la
comunión, y nosotros íbamos a ser testigos. Los hongos, que estaban en su caja, eran
mirados con acatamiento, aunque sin solemnidad. Son sagrados: jamás se los emplea para
dar incentivo a un regocijo vulgar, como, a menudo, el blanco hace con el alcohol.
A eso de las 10:30 p.m. Eva
Méndez limpió los hongos y luego, entre oraciones, los pasó a por el humo del incienso
de copal que ardía en el suelo. Hizo esta operación sentada en una estera, ante una
rústica mesa convertida en altar y adornada con imágenes cristianas del Niño Jesús y
el Bautizo en el Jordán. Después repartió los hongos entre los adultos, reservando 13
pares para ella y otros tantos para su hija. (Los hongos se cuentan siempre por pares.) En
suspenso esperé hasta que la curandera, volviéndose hacia mí, me dio seis pares en una
taza. No podía sentirme más feliz: había sonado la hora esperada tras muchos años de
investigación. Allan recibió también seis pares, agitado por encontradas emociones.
Mary, su esposa, había consentido en que me acompañara sólo con la condición de que no
probaría aquellos detestables hongos. Ahora, ante el dilema, le oí murmurar con
angustia: "Dios mío. ¿Qué dirá Mary?" A continuación todos comimos los
hongos, masticándolos lentamente, por espacio de media hora. Tenían un sabor
desagradable, amargo, y un olor rancio y penetrante. Allan y yo estábamos decididos a
resistir los efectos que pudieran causarnos para observar mejor lo que allí aconteciera
aquella noche. Sin embargo, nuestra resolución se desvaneció en ante el poderío de los
hongos.
Antes de medianoche, "la
señora" (como llaman a Eva Méndez) arrancó una flor de un ramo que estaba sobre el
altar y con ella apagó la llama de la única vela que aún ardía. Quedamos a obscuras y
a obscuras permanecimos hasta oír el canto del gallo. Por espacio de media hora
aguardamos en silencio. Allan sintió frío y se envolvió en una frazada. Pocos minutos
después se inclinó y me dijo al oído: "Gordon, estoy viendo visiones." Le
aconsejé que no se preocupara pues yo también las veía. Las alucinaciones, que ya
habían comenzado, alcanzaron mayor intensidad a altas horas de la noche, y continuaron
con la misma fuerza hasta las 4 p.m. Las piernas nos flaquearon ligeramente y al principio
sentimos náuseas. Nos echamos sobre una estera, pero nadie deseaba dormir, con excepción
de los niños, que no habían comido hongos.
Jamás habíamos estado tan
despiertos, y las visiones aparecían, tuviéramos los ojos cerrados o abiertos: brotaban
del centro del campo visual y se extendían conforme se acercaban, vertiginosa o
pausadamente, según el ritmo que nuestra voluntad eligiera. De vivos colores, eran
siempre armoniosas. Empezaban como motivos artísticos, angulares, como los que podrían
adornar una alfombra, una tela, un tapiz o la mesa de trabajo de un arquitecto. Luego se
convertían en palacios, con patios, arquerías y jardines, palacios esplendorosos,
recamados de piedras semipreciosas. Vi luego una bestia mitológica tirando de una carroza
real.
Más tarde tuve la impresión
de que las paredes se habían disuelto y yo, suspendido en el vacío y con el espíritu ya
liberado, contemplaba panoramas montañosos, cordilleras que llegaban hasta el mismo cielo
y por las cuales cruzaban unas caravanas de camellos.
Tres días después, al
repetir el experimento en el mismo cuarto y con las mismas curanderas en lugar de
montañas vi aguas diáfanas que fluían por un juncal infinito y hacia un mar
inconmensurable bajo la luz pálida del sol poniente. En esta ocasión apareció un ser
humano, una mujer de vestidura primitiva que de pie contemplaba el horizonte; una mujer
enigmática, bella como una escultura, pero una escultura viva, y cubierta con prendas
bordadas y multicolores. Me parecía estar al margen de un mundo del cual yo no formaba
parte, un mundo con el cual no podía establecer contacto. Ahí estaba yo, suspendido en
el espacio, ojo penetrante, invisible, incorpóreo, que veía sin ser visto. De contornos
claramente definidos, de líneas y colores precisos, las visiones parecían más reales
que cualquier otro objeto visto hasta entonces con los propios ojos. Tuve la sensación de
distinguirlo todo con absoluta claridad, sin las distorsiones de la visión corriente.
Veía los arquetipos, las "ideas platónicas" que fundamentan las imperfectas
imágenes de la vida cotidiana. En mi mente surgió un pensamiento: ¿Encerrarían estos
hongos milagrosos el secreto recóndito de los antiguos misterios? ¿Sería aquella
asombrosa movilidad de que yo gozaba la explicación del mágico vuelo de las brujas en el
folklore de los pueblos nórdicos de Europa? Desfilaban estas reflexiones por mi cerebro
mientras las visiones poblaban mis retinas, pues por efecto de los hongos se produce una
escisión del espíritu, un desdoblamiento de la personalidad, una especie de
esquizofrenia en que lo racional continua razonando y observando las sensaciones de que lo
perceptivo disfruta. La mente se mantiene ligada, como por una cuerda elástica, a los
sentidos errabundos.
La señora y su hija no
permanecían inactivas. Cuando las alucinaciones se encontraban aún en su fase inicial,
notamos que la madre movía rítmicamente los brazos tarareando en voz baja algo
incoherente. Las palabras se transformaron pronto en sílabas sueltas y precisas que
parecían horadar las tinieblas. Luego, por etapas, la curandera empezó a entonar un
cántico con tonalidades de música primitiva. Me pareció un preludio a la aparición del
"Anciano de Muchos Días". Bien avanzada la noche, la hija hizo coro con la
madre. Cantaban bien, con firmeza, aunque en voz baja, un canto de indescriptible
emotividad y ternura, fresco, vibrante y melodioso. Nunca había imaginado que la lengua
mixeteca se prestara a tanta poesía. Si el encanto de aquella hora se debió en parte a
la ilusión causada por los hongos, las alucinaciones deben ser auditivas, además de
visuales. Por no ser musicólogo, ignoro si el cántico era de inspiración europea o, en
parte, indígena. De vez en cuando el salmo llegaba a su culminación, cesaba de pronto, y
la curandera barboteaba algunas palabras violentas, febriles, rotundas, que caían en la
obscuridad como puñaladas. Eran los hongos que por su mediación transmitían -según
creencia de los indios- la respuesta de Dios a los problemas planteados por los
participantes en el rito. A intervalos, tal vez cada media hora, había un corto
intermedio. Descansaba la señora y algunas personas encendían sus cigarrillos.
En cierto momento, mientras la
hija cantaba, la señora se puso de pie en un lugar despejado del aposento e inició una
danza cadenciosa, con aplausos o palmadas. No sé exactamente cómo logró ese efecto. Los
aplausos o palmadas producían un ruido resonante y real. No pareció emplear ningún
artificio, fuera de golpear una palma contra la otra o quizás ambas contra el cuerpo.
Aplausos y palmadas poseían un tono peculiar; su ritmo era complejo a veces, y su
insistencia y volumen variaban sutilmente. Supongo, mas sin seguridad porque nos
hallábamos en la obscuridad, que la señora miraba sucesivamente hacia los cuatro puntos
cardinales. De todos modos, estoy seguro de que aquellos misteriosos sonidos de percusión
se producían por ventriloquia; procedían de lugares y distancias imprevisibles, y
resonaban tan pronto cerca como lejos de mis oídos, arriba, abajo, aquí, allá, a la
manera del fantasma de Hamlet, hic et ubique. Estábamos hechizados y atónitos.
Recostados en la estera, y en
la obscuridad, hablábamos en voz baja y tomábamos notas, con el cuerpo inerte y pesado
como plomo, mientras nuestros sentidos flotaban libremente en el espacio, acariciados por
la brisa, contemplando vastos panoramas o explorando jardines de belleza inefable. Al
mismo tiempo llegaba a nuestros oídos el canto de la curandera joven y las palmadas
delicadas, ultraterrenas, de criaturas invisibles que se deslizaban en derredor.
Los indios que habían comido
hongos hacían coro. En momentos culminantes proferían exclamaciones de asombro y
adoración, en tono suave, como en respuesta a las cantantes y en armonía con sus voces.
Eran exclamaciones espontáneas y de calidad artística.
En aquella primera ocasión el
sueño nos venció a todos alrededor de las 4 de la mañana. Allan y yo despertamos a las
6, descansados, con la mente despejada, y emocionados por la experiencia hecha. Los
amables dueños de la casa nos sirvieron café y pan. Después nos despedimos y regresamos
a pie a la casa donde nos habíamos alojado, a unos kilómetros de distancia.
De las muchas ceremonias con
hongos sagrados que he visto, nueve en total, he sacado en claro que deben hacerse en
congregación, por lo menos en la región mixeteca. Y como la costumbre de congregarse a
fin de participar en la ceremonia debe de provenir de la tradición aborigen, los indios
tienen que superar mucho en número a los blancos. Empero, esto no significa que los
hongos pierdan sus virtudes cuando no se los come en grupo. Mi esposa y nuestra hija
Masha, de 18 años, se reunieron con nosotros un día después de la ceremonia, y el 15 de
julio, arrebujadas en bolsas de dormir, comieron hongos sin más compañía que la mía y
la de Allan. Ellas también fueron presas de alucinaciones y vieron visiones multicolores
como nosotros. Mi esposa asistió a un baile en el Palacio de Versalles, en que personajes
ataviados con trajes de época, bailaban un minué de Mozart. Nuevamente, el 12 de agosto
de 1955 -seis semanas después de haber recogido los hongos en México- comí algunos, ya
secos, en mi casa de Nueva York y descubrí entonces que el poder alucinante de las setas,
lejos de disminuir, había aumentado bastante.
Durante un paseo por el
bosque, hace muchos años, mi esposa y yo decidimos lanzarnos por el mundo en busca el
hongo misterioso. Nos casamos en Londres en el año 1926. Ella, de estirpe rusa, nacida y
educada en Moscú, acababa de graduarse en medicina en la Universidad de Londres. Yo soy
de Great Falls, Montana, y desciendo de anglosajones. A finales del verano de 1927 pasamos
una vacación en las montañas de Catskill de Nueva York. Durante la tarde del primer día
salimos a caminar por una encantadora senda que atravesaba varios bosquecillos en los que
se filtraban los rayos oblicuos de un sol poniente. Eramos jóvenes enamorados sin
preocupaciones. De pronto mi esposa se alejó. Había visto unos hongos silvestres en la
espesura y, corriendo sobre la alfombra de hojas secas, se arrodilló, en actitud
reverente, ante varios grupos de aquellas plantas. Extasiada, les dio todo género de
nombres cariñosos en ruso. Los acarició y aspiró su aroma agreste. Yo, como buen
anglosajón, nada conocía del mundo de las setas, y consideraba que cuando menos supiera
de esas traicioneras excrecencias, tanto mejor. Para ella, eran dechados de gracia de
infinito atractivo para una mente perceptiva. Insistió en recoger algunos ejemplares,
riéndose de mis protestas y mofándose de mi horror. Regresó a la cabaña con la falda
llena de hongos, y los limpió y cocinó. Esa misma noche se los comió, ella sola,
mientras yo, su flamante marido, me imaginaba ya convertido en viudo a la mañana
siguiente.
Aquel hecho desconcertante y
penoso para mí, dejó en ambos una huella perdurable. Desde entonces buscamos
explicación a la diferencia cultural que nos separaba en ese minúsculo sector de
nuestras vidas. El método que seguimos consistió en recopilar cuanto dato existiera
acerca del aprecio que los pueblos indoeuropeos y sus vecinos tenían a los hongos
silvestres. Procuramos determinar las variedades conocidas por cada pueblo, cómo las
usaban y los nombres vernáculos que les daban. Hurgamos en la etimología de dichos
nombres hasta llegar a las metáforas ocultas en sus raíces. Buscamos alusiones a los
hongos en mitos, leyendas, baladas y proverbios, en obras de escritores inspirados en el
folklore, en frases estereotipadas del habla común, en la jerga y hasta en los
reveladores recovecos del vocabulario obsceno. Buscamos su rastro en las páginas de la
historia, en le arte y en las Escrituras Sagradas. No nos interesaba lo que se pudiera
estudiar en los libros acerca de los hongos, sino lo que la gente del campo aprende, sin
mentores, desde la infancia, la herencia folklórica del círculo hogareño. Habíamos
dado sin proponernos con un campo de investigación que todavía no había sido explorado.
A medida que ampliábamos
nuestros conocimientos descubrimos en la información reunida la existencia de un hecho
constante. Cada pueblo indoeuropeo es, por herencia cultural, "micófobo" o
"micófilo": o rechaza y desconoce totalmente el mundo de los hongos, o lo
conoce y aprecia de forma sorprendente. Las pruebas abundantes y a menudo graciosas de
esta teoría abarcan muchas secciones de un nuevo libro en el cual exponemos el caso y lo
sometemos al juicio de los eruditos. Los rusos son grandes micófilos, como también los
catalanes, quienes poseen más de 200 vocablos para designar a los hongos. Los antiguos
griegos, celtas y escandinavos eran micófobos, como los anglosajones. Otro fenómeno que
cautivó nuestra atención es que desde las épocas más remotas los hongos silvestres
aparecen rodeados de un aura sobrenatural que los antropólogos llaman maná. Incluso el
nombre inglés de tales hongos, toadstool (literalmente asiento de sapo),
significó quizás originalmente demonic stool (asiento del demonio) y se aplicó
en concreto a un hongo alucinante en Europa. En la Grecia y Roma antiguas se creía que
ciertas variedades eran procreadas por el rayo. Nuestras investigaciones acerca de este
mito, carente de todas base científica, demostraron que tiene aún creyentes entre los
pobladores de países separados entre sí por grandes distancias, como los beduinos,
hindúes, persas y pamirios, tibetanos, chinos, filipinos, maorís de Nueva Zelandia y
hasta zapotecos mexicanos... Este cúmulo de pruebas nos llevó hace muchos años a
formular una premisa audaz: quizás en tiempos prehistóricos remotos nuestros antepasados
hayan adorado un hongo divino, lo que explicaría la aureola de poder sobrenatural que
parece envolver al hongo. Nosotros fuimos los primeros en exponer la hipótesis de la
existencia de un hongo divino en la cultura primigenia de Europa, y esta conjetura, a su
vez, planteó otra interrogación: ¿Qué clase de hongo adoraron aquellos pueblos y por
qué?
Nuestra hipótesis no resultó
demasiado desacertada. En Siberia existen seis pueblos primitivos (tanto que los
antropólogos los consideran reliquias de museo, ideales para el estudio de la cultura
primitiva) que celebran ritos mágicos con hongos alucinantes. Los dayacas de Borneo y los
aborígenes del monte Hagen de Nueva Guinea emplean unos hongos similares. En China y
Japón, según una antigua tradición, hay un hongo divino "de la inmortalidad";
y en la India, conforme a cierta escuela, después de comer hongos en su última cena,
Buda se sumió inmediatamente en el Nirvana.
Cuando Hernán cortés
conquistó a México, sus acompañantes relataron que los aztecas usaban determinada clase
de hongos en sus festivales, sirviéndolos, según decían los primeros frailes
misioneros, en una comunión diabólica, con el nombre de teonanacatl o "carne
de Dios". Nadie se preocupó entonces por estudiar esta costumbre, y los
antropólogos le han concedido poca atención hasta ahora. Movidos por nuestro interés en
la materia, nosotros aprovechamos la oportunidad de conocer el rito que se nos presentó
en México; y en el curso de los años hemos invertido nuestras escasas horas de ocio en
la búsqueda del hongo divino, tanto en este país como en la América Central. Creemos
haber descubierto sus vestigios en unos frescos del valle de México que datan más o
menos del año 400, y en los "hongos de piedra" labrados por los mayas de las
sierras de Guatemala, cuyos orígenes se remontan, en uno o dos casos, por lo menos, hasta
el año 1000 a. de J.C.
Al día siguiente de nuestra
aventura nocturna, Allan y yo no hicimos otra cosa que hablar de ella. Habíamos asistido
a una ceremonia ritual, con canto y danza, jamás descrita por antropólogos del Nuevo
Mundo, ceremonia notablemente parecida, en varios aspectos, a las celebradas por algunos
arcaicos pueblos paleo-siberianos. Pero quizás el significado de lo que habíamos
presenciado tuviera una trascendencia mayor. Los hongos alucinantes son productos
naturales, teóricamente al alcance del habitante de muchos parajes del planeta, incluso
Europa y Asia. En el curso de su evolución, mientras buscaba a tientas el remedio de su
pobre condición, el hombre debe haber llegado a descubrir el secreto de los hongos
alucinantes. El efecto que le produjeron no pudo ser sino profundo y actuar como una
especie de detonador de nuevas ideas. Debieron de revelarle, por medio de las
alucinaciones, mundos situados más allá de los horizontes por él conocidos, en el
espacio y en el tiempo; mundos de diversos niveles de existencia, un paraíso quizás, tal
vez hasta un infierno. En la mente crédula del primitivo, los hongos deben haber
fortalecido el concepto de lo milagroso. El hombre comparte con el animal muchas
emociones, pero las de glorificación, veneración y temor de Dios, son privativas del
género humano. Al rememorar el beatífico asombro, el éxtasis y el caritas
engendrados por los hongos divinos, nos atrevemos a formular la hipótesis de que quizás
a ellos se deba la idea misma de Dios en el hombre primitivo.
No es por mera casualidad, tal
vez, que el indio Filemón contestó así a mi pregunta acerca del efecto de los hongos:
"Lo llevan ahí donde Dios está." Oí repetidas veces la misma respuesta, casi
como si se tratara de un catecismo, de labios de indios de diversas zonas culturales. En
todo tiempo han existido almas extraordinarias -los místicos y los poetas- que sin ayuda
de drogas han tenido acceso al reino de quimeras cuya llave es el hongo alucinante.
William Blake conocía el secreto: "Si la visión de la imaginación -decía- no es
más fuerte y más clara que la de los ojos mismos, se puede decir que en verdad, la
imaginación no existe." Pero es innegable que los hongos ponen tales visiones al
alcance de un gran número de mortales. Las visiones debieron de surgir sin duda de
nuestro propio ser. Mas no recordaban nada que hubiéramos visto previamente con nuestros
propios ojos. En algún lugar recóndito del ser existe tal vez un repositorio donde tales
visiones permanecen hasta ser conjuradas. ¿Son mutaciones subconscientes de cosas
leídas, vistas e imaginadas, transmutadas de tal manera que al ser invocadas emergen con
formas que no se pueden reconocer? ¿O es que los hongos agitan abismos mucho más
profundos, los abismos de lo Desconocido?
A medida que ampliábamos nuestro conocimiento acerca del uso de
los hongos divinos en cada una de las visitas sucesivas que hicimos a los pueblos
indígenas del sur de México, surgían nuevas y no menos emocionantes cuestiones. En
cinco zonas culturales los indios conjuran el poder milagroso de los hongos, pero el
empleo que hacen de ellos varía mucho de una región a otra. Es indispensable una
investigación práctica efectuada en cada una de dichas zonas por expertos antropólogos
y micólogos. Hay contados especialistas en hongos, pues la micología es un campo poco
explorado en las ciencias naturales. Entre estos micólogos figura el profesor Roger Heim,
director del Museo Nacional de Historia Natural de Francia, de prestigio universal, pues
no sólo posee un vasto conocimiento micológico sino que es erudito en otras ramas de la
ciencia y versado en humanidades. Él nos asesoró durante las primeras etapas de nuestra
investigación, y en 1956, en vista del progreso que habíamos hecho, juzgó conveniente
acompañarnos en la siguiente expedición. La integraban además un químico, el profesor
James A. Moore de la Universidad de Delaware; un antropólogo, Dr. Guy Stresser-Péan, de
la Sorbona, y nuevamente, como fotógrafo, nuestro leal amigo Allan Richardson.
Esta vez el problema
primordial consistió en identificar los hongos alucinantes y disponer de modo de
abastecer de ellos a los laboratorios que los estudiarían, problema más difícil de lo
que el lego puede imaginar. Aunque los primeros cronistas españoles de la época de la
colonia ya hicieron referencia a los hongos divinos hace cuatro siglos, ni antropólogos
ni micólogos se habían preocupado, hasta la época actual, por profundizar la materia.
Los únicos que conocen tales hongos son los indios de las tribus más alejadas de nuestra
cultura, aisladas de la civilización por barreras montañosas y murallas idiomáticas. El
investigador debe ganarse la confianza de los aborígenes y vencer las sospechas que
despierta en ellos el hombre blanco. Debe estar resuelto, además, a soportar
incomodidades y a afrontar el peligro de las plagas que flagelan las aldeas en la
temporada de las lluvias, época en que crecen los hongos. Durante la estación seca, se
ven algunos blancos; pero al llegar las lluvias los contados extraños, misioneros,
arqueólogos, antropólogos, botánicos y geólogos, desaparecen. Existen otras
dificultades. Por ejemplo, de los siete curanderos que comieron hongos en mi presencia,
sólo dos, Eva Méndez y su hija, son seres consagrados a la profesión. Entre los demás
dimos con sujetos de carácter dudoso. Uno de esos curanderos comió sólo una dosis
mínima, casi simbólica de hongos, y otro comió y nos sirvió unos de cierta variedad
carente de cualidades alucinantes. Si sólo nos hubiéramos encontrado con estos
simuladores, habríamos creído que las pregonadas propiedades de los hongos eran simple
ilusión, un notable ejemplo del poder de la autosugestión. ¿Pero se trataba realmente
de supercherías, o es que los hongos secos habían perdido, con el tiempo, su virtud
peculiar? ¿O acaso (y esto encierra mayor interés antropológico) algunos curanderos
substituyen deliberadamente las variedades genuinas por otras inocuas, convencidos de que
los efectos espirituales de algo tan sagrado para ellos, son superiores a las fuerzas del
hombre? Aun cuando se haya ganado la confianza de una practicante honesta como Eva
Méndez, el ambiente debe ser propicio para que la ceremonia resulte perfecta, y se
necesita además abundancia de hongos, que a veces escasean hasta la época pluvial, como
lo descubrimos por propia y gravosa experiencia.
Hoy sabemos a ciencia cierta
que en México se usan siete clases de hongos alucinantes. Pero no todos los indígenas,
ni siquiera los de las aldeas donde se les rinde culto, las conocen; y los curanderos, ya
sea por buena fe o por complacer al visitante, a veces sirven hongos espurios. Sólo
comiéndolos sale uno de dudas. Por observación directa Heim y yo hemos determinado las
cualidades de cuatro especies. Fuera de la experiencia personal, como método de estudio
es aconsejable obtener confirmación múltiple de informadores que no se conozcan entre
sí y que, si es posible, sean nativos de diversas regiones culturales. Así procedimos
nosotros con otras variedades. Hoy estamos seguros de las propiedades de cuatro especies;
hasta cierto punto de las otras dos, y nos inclinamos a aceptar las que se atribuyen a una
séptima especie. Las siete pertenecen a tres géneros. Seis, por lo menos, parecen ser
nuevas para la ciencia y quizás logremos descubrir otras más.
Los hongos no se emplean como
agentes terapéuticos. Por sí solos, los indios los "consultan" cuando se
sienten perturbados por graves problemas. Si alguien enferma, los hongos revelan la causa
del mal, pronostican si el paciente sanará o morirá y prescriben lo que debe hacerse
para acelerar la recuperación. Si el veredicto es mortal, el enfermo y su familia se
resignan: aquél pierde el apetito y pronto muere, mientras sus pacientes empiezan a
preparar el velatorio, aún antes del fallecimiento. También se puede preguntar a los
hongos quién se ha robado un burro y dónde está. Y si el hijo amado salió a correr
mundo -quizás en calidad de "espada mojada", como se denomina aquí a los
jornaleros que cruzan a nado el Río Grande para trabajar en los EE.UU- los hongos hacen
de servicio postal: dicen si el emigrado vive o no, si está en la cárcel, si se ha
casado, si pasa apuros o prospera. Los indios creen que los hongos abren las puertas de lo
que llamamos percepción extrasensoria.
Poco a poco afloran las
propiedades de los hongos. Los indios que los comen no se vuelven "micoadictos".
Cuando pasan las lluvias y los hongos desaparecen, su falta no les produce angustia
fisiológica alguna. Cada clase de setas posee determinada fuerza alucinadora, y cuando no
hay suficientes de una misma especie, los indios mezclan dos o más variedades, calculando
rápidamente la dosificación correcta. Los curanderos acostumbran a tomar una porción
grande, y cada cual aprende por experiencia a determinar la dosis que le conviene. Según
parece, el uso repetido del hongo no obliga a aumentarla. Algunas personas requieren
porciones mayores que otras. El aumento de las dosis intensifica las emociones, más no
prolonga mucho el efecto. Los hongos agudizan la memoria y anulan por completo la noción
del tiempo. En la noche que he descrito, Allan y yo vivimos eternidades. Cuando
suponíamos que una sucesión de imágenes había durado años, el reloj nos indicaba que
sólo habían transcurrido apenas unos cuantos segundos. Teníamos las pupilas dilatadas y
el ritmo del pulso lento. Parece que los hongos mágicos no producen efecto acumulativo en
el organismo. Eva Méndez los come desde hace 35 años, noche tras noche, durante la
temporada de lluvias.
Los hongos plantean además un
problema químico: ¿Qué substancia desencadena las extrañas alucinaciones? Tenemos
pruebas verosímiles de que es un agente distinto a las drogas conocidas: opio, coca,
mescalina (droga extraída de un cacto mexicano), haxix, etc. Pero el químico tendrá que
andar mucho para aislarlo, analizar su estructura molecular y reproducirlo
sintéticamente. La solución del problema es de sumo interés en el reino de la ciencia
pura. Su solución quizás pueda resultar útil para el tratamiento de perturbaciones
psíquicas.
Mi esposa y yo hemos viajado y
aprendido mucho desde aquel día, hace 30 años, en que durante una excursión por las
Catskill notamos por primera vez la singularidad de los hongos silvestres. Pero nuestros
descubrimientos han servido apenas para ensanchar horizontes. Vamos a emprender una quinta
expedición a las aldeas de México, con el propósito de acrecentar y pulir nuestros
conocimientos acerca del papel de los hongos en la vida de estos pueblos indígenas. Pero
esto no es más que el principio. Toda prueba relacionada con el origen primitivo de las
culturas europeas debe ser revisada, con objeto de averiguar si el hongo alucinante
desempeña también alguna función ya olvidada por la posteridad.
Por la colaboración que les dispensaron, al autor de este artículo y su esposa expresan su agradecimiento a las siguientes personas: En México, principalmente a Robert J. Weitlander; a Carmen Cook de Leonard y su esposo Donald Leonard; a Enuice V. Pike, Walter Miller, Searle Hoogshagan y Bill Upson, del Instituto Lingüístico de Verano. En los EE.UU., a Gordon Ekholm, del Museo de Historia Natural de Nueva York, y Stephan F. de Borhegyi, director del Musel Stovall de la Universidad de Ocklahoma. Igualmente agradecen la ayuda material a la American Philosophical Society, del Fondo Geschickter para Investigaciones Médicas y del Banco Nacional de México, institución que puso a disposición de los esposos Wasson su aeroplano particular y los servicios del excelente piloto capitán Carlos Baroja. Por su asesoramiento en micología, agradecen en forma especial al profesor Roger Heim, director del Museo Nacional de Historia Natural de Francia; y por sus consejos en general sobre el tema, a Roman Jakobson, de la Universidad de Harward; Robert Graves, de Mallorca; Adriaan J. Barnouw, de Nueva York; Georg Morgenstierne, de la Universidad de Oslo; L. L. Hammerich, de la Universidad de Copenhague; André Martinet, de la Sorbona, y René Lafon, de la Facultad de Letras de Burdeos. Los nombres de personas, lugares, razas e idiomas mencionados en el texto de este artículo fueron alterados ex-profeso.
Este artículo fue publicado en la edición española de la revista LIFE el 3 de junio de 1957.
La edición en Internet de este artículo se ha hecho con una intención puramente divulgadora y en reconocimiento a la labor de R.G.Wasson, pero en ningún caso con ánimo de lucro. En caso de que personas o entidades con poderes sobre la propiedad intelectual del artículo tengan inconveniente en su aparición en Internet, por favor contacten con nosotros a través de este formulario
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