LITERATURA VISIONARIA
Juan Carlos Usó Arnal


    Pasando por alto la contribución al movimiento psiquedélico de María José Ragué, quizá la primera incursión decididamente lisérgica en las letras españolas se deba a Mariano Antolín Rato. De su primer libro, aparecido a finales de 1973, Eduardo Haro Ibars decía que era "lo más parecido a un viaje de ácido que había leído nunca", y al publicarse su segunda novela, con el subtítulo de Manual de operaciones psiquedélico-dantescas, algunos críticos comenzaron a calificar su obra de "realismo psicodélico".

    El escritor Rafael Lobo, protagonista de la última novela de este "viajero incorregible", vive enfrentado consigo mismo y con su pasado. La búsqueda de su mujer lo impele hacia una especie de interrogatorio existencial. En un momento dado, se ve asaltado por el recuerdo del primer viaje de LSD compartido con Sofía Tristán, su mujer, pero dolido por su ausencia decide cortar por lo sano: "No sigo por ahí. Siempre he encontrado muy aburridas las descripciones de lo que se siente en un viaje de ácido". Algo más adelante, sin embargo, el propio Lobo habla de cómo consigue aligerar el "tétrico y decaído ambiente" de su hogar habitándolo durante un adagio con "colores, luces, joyas resplandecientes"... de cómo "la casa cambiaba y veía los colores que salían de los altavoces", bañados en "aquella luz especial" provocada por "unas ondas sonoras que convertían en terciopelo el aire al templarlo". Todo parece indicar, pues, que nos encontramos ante un ejemplo de ese efecto que se conoce por sinestesia.

    El caso es que, aburridas o no, las descripciones lisérgicas no son extrañas en la literatura contemporánea. Merece la pena destacarse, en este sentido, un relato breve y entrañable de Marta Portal titulado precisamente "Mariposas LSD". En él se evocan las experiencias de un grupo, más que de amigos, de cómplices íntimos: "Los pájaros gritadores ensordecían a Montoro que se tapaba la cabeza bajo el ala de su brazo. Y los arabescos de Ana se le repetían, reiterados, surgiendo muelles de una loseta, o de la estela circular del humo de un cigarro, o de los pliegues de las cortinas, o de las piernas de Enrique, ¿por qué de Enrique, por qué de la cruz de sus piernas? De las piernas cruzadas de Enrique a Ana se le venían encima cataratas de líneas romboidales, de signos geométricos entrelazados o dislocados, que desaparecían, se esfumaban a la prisa con que se multiplicaban. O la hierba húmeda y fresca que ella sentía a los pies, que la incitaba a tenderse en la alfombra y no podía explicarles a los otros que se estaba bien allí, así, sin querer nada, sin odiar nada, transmitida al cuerpo una frescura vegetal, de rocío matutino. Y sentir que Dios la aprueba, que Dios tiene una voluntad lírica que ama la hierba y la naturaleza y la ama a ella, aunque se haya retraído infinitamente. Y querer decírselo a los otros, sólo a ellos, a los rostros borrosos, que susurran algo, o que callan algo, y que no lo saben todavía, que Dios los ama porque tiene una voluntad lírica, y que ellos son como lirios del campo, esmaltando la hierba verde y húmeda, en la que se está tan bien y se siente una, ella, tan querida, tan deseada, tan querida y deseada con voluntad lírica..." Así se refiere Marta Portal a ese grupo de psiconautas, donde cada cual hablaba de "cosas posibles, pero no inminentes", porque donde solían reunirse "siempre había ventanas abiertas por donde podían entrar bocanadas de mariposas".

    Lo cierto es que durante la década de los setenta menudearon las descripciones lisérgicas. En el terreno de la prosa, cualquier avezado psiconauta descubrirá la experiencia lisérgica que inspiró a José Luis Giménez-Frontín en la que sería su primera obra narrativa extensa. Pero también puede encontrase la presencia del ácido en el campo de la poesía: "W.A. Mozart da un concierto desde los filamentos de una bombilla", una composición de Antonio Martínez Sarrión, y "Con LSD bajo la lluvia y sobre el sol", un poema de Ramón Irigoyen, constituyen dos buenos ejemplos.

    Más o menos por la misma época se publicó El Club del Haschisch, una interesante compilación de textos drogados, que incluye una parte dedicada a la literatura psiquedélica, con pasajes de ilustres psiconautas —en su mayoría anglosajones—, como Aldous Huxley, Timothy Leary, Alan Watts, Jerry Garcia y John Lennon. No todos, sin embargo, están representados en esa antología. Así, los interesados en la las descripciones literarias del viaje interior todavía deberían esperar algunos años para que se tradujera Contours of darkness, novela escrita por Marco Vassi en 1972, y así enterarse de cómo "con sinuoso sigilo, el ácido disolvió las asociaciones de Aaron y expuso sus pensamientos a su propia realidad"; cómo éste "percibió entonces su propia estructura, acontecimiento que le sorprendió que no le sorprendiera", y cómo el mundo se le manifestó "como por primera vez, y la clara luz blanca, de la que tanto se alardea, revelaba de pronto no ser otra cosa que el misterioso brillo que impregna la mundanidad y ante el cual mucha gente, en su estado normal de sonambulismo, permanece ciega".

    Durante la segunda mitad de los setenta, no obstante, la supuesta revolución psiquedélica entró abiertamente en crisis. La promesa de la LSD y otras substancias creadoras de conciencia de liberar a sus usuarios de las servidumbres de la realidad cotidiana no acababa de ver cumplidas las expectativas creadas inicialmente. To much wishful thinking. Más que descripciones estrictamente literarias de lo que se siente en un viaje de ácido, algunos psiconautas veteranos se replantearon el uso de psiquedélicos y reflexionaron de modo crítico acerca de su propia experiencia visionaria. Es el caso de Agustín García Calvo, Luis Racionero y Antonio Escohotado.

    En los años ochenta, el interés por los psiquedélicos descendió considerablemente y la tradición lisérgica literaria vio interrumpida su trayectoria. El escritor Jesús Ferrero representa un caso aislado y prácticamente insólito: tras manifestar públicamente, en una entrevista concedida a una revista, su más profundo desencanto ante la pobreza o la simple inexistencia de experiencias psiquedélicas válidas, describe en una de sus novelas un episodio indudablemente lisérgico: "Ris-ras, ris-ras, ris-ras... Corríamos entre los eucaliptos y a lo lejos Janis Joplin hablando de un largo verano en el que convergía casualmente con nosotros. A veces, llegábamos hasta el límite del bosque y al mirar hacia arriba veíamos los aviones despegando bajo el sol alucinante. Oscilaban las alas de los jumbos según iban ganando altura, y rugían como animales paleozoicos. Por un momento, muno de ellos me pareció un reptil alado, y así se lo dije a las hermanas Puig, que temblando de asombro me dieron la razón y me aseguraron estar viendo lo mismo que yo. Corrieron hacia el interior del bosque y yo seguí allí, contemplando aquellos bichos y deseando elevarme con ellos.

    De pronto todo es silencio. Los reptiles no emiten el más mínimo sonido, los árboles no se mueven y ya no oigo a nadie. El bosque se ha tragado todas las voces; es el silencio del origen del mundo y yo avanzo entre los troncos lechosos, incapaz de oír el ruido de mis propios pasos.

    Hay gatos asilvestrados en el bosque, los huelo ya cerca de la casa. Es curioso, mis oídos han dejado de funcionar pero se ha acentuado mi olfato. ¡Apesta a gatos en este claro! Oh, un gato grande y tuerto, un gato repugnante. Con su único ojo, me mira como si supiese que he matado a uno de los suyos, como si mis pupilas fuesen para él la muerte, y desaparece entre la maleza.

    Sigo caminando y llego al lugar donde comenzó el viaje".

    En la década de los noventa hemos asistido a un renovado interés por la aventura psiquedélica. En efecto, aquella experiencia colectiva que modificó profundamente el acervo cultural y espiritual de Occidente, ha resurgido de sus cenizas. Las letras españolas no han sido refractarias a este fenómeno. Así, por ejemplo, las huellas del ácido pueden rastrearse con facilidad en varias obras de Fernando Sánchez Dragó. Por su parte, Carlos Martorell convierte la LSD en protagonista indiscutible del capítulo inicial de una especie biografía colectiva de aquella generación que apostó sin reservas por un sueño hedonista en el mejor de los mundos posibles y que, pese al naufragio en este aparentemente caótico fin de siglo, no termina de renunciar a la utopía. En este sentido, un viaje al pasado y, sobre todo, al interior del recuerdo es la propuesta de Pepa Roma en una novela que presenta la psiquedelia como un modo de salvación espiritual frente al frenesí dinámico del mundo de la empresa; una denuncia de la pérdida de la propia identidad, de la propia intimidad, en beneficio de un supuesto interés general; un canto, en definitiva, a la libertad, a la transgresión de las normas y una llamada a otra manera de pensar y vivir.

    También de reciente aparición es un estudio de Alberto Castoldi, profesor de lengua y literatura francesa en la Universidad de Bérgamo (Italia), que recorre "dos siglos de droga y literatura" y dedica su último capítulo a la LSD y la generación beat.

    Aquellos que se resisten a elevar el trance psiquedélico a la categoría de experiencia mística, es decir, a intelectualizar el viaje, y proponen su simple disfrute, o sea, el viaje por el viaje, disponen de un libro delirante, escrito por el director de cine Álex de la Iglesia, en el que se narra el periplo —con trip incluido— de un poeta fracasado y en paro, por los antros más aberrantes de la insania y el paroxismo, durante la Semana Grande de Bilbao (sólo para freaks recalcitrantes, abstenerse lectores de Danielle Steel y similares).

    Por último, no puede ignorarse la obra poética de Miguel Ángel Velasco, y en especial su composición "La leyenda del agua". Ardua tarea le espera al poeta que pretenda superar semejante proyecto de recreación lírica sobre el efecto práctico, disolutorio y liberador del ácido lisérgico.


Publicado en Ulises (Revista de viajes interiores), núm. 1, primavera de 1998, págs. 33-36.
Ha sido reproducido con el permiso del autor, Juan Carlos Usó Arenal.

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