Érase que se era una vez un cactus alto y delgado que crecía en las tierras de Perú, el Ecuador y Bolivia. Antes de que los europeos llegaran por esas latitudes los nativos lo conocían con el nombre de achuma; al producirse la cristianización todos ellos excepto los curas lo vieron claro: si el apóstol Pedro tenía las llaves del cielo, entonces ese cactus era su san Pedro, pues él también guardaba las llaves que daban acceso a los reinos celestiales a veces previo paso por los infernales. |
Un día conocí un ecuatoriano que vivía cerca de Barcelona y me
contó sobre el uso del San Pedro en sus tierras nativas. Estando en una terraza de bar
comentando con unos amigos las desvelaciones que traía consigo la cultura lisérgica, un
camarero indígena se les acercó y les dijo: Yo conozco eso de lo que están
hablando. Esa persona se adentraba periódicamente en la selva ecuatoriana, dónde
había un personaje que dominaba el uso del vegetal, y allí participaba con otras
personas en dichas ceremonias. Los blancos se sumaron a la excursión y contó que el
brujo andaba durante la sesión con un bastón rozando a los participantes diciéndoles:
ahora veréis el cielo, y así lo visualizaban. Luego repasaba a la clientela y les tocaba
de nuevo uno por uno con la vara y les anunciaba: ahora el infierno, y visitaban el
infierno. Mi conocido probó de cocinar el potaje por si mismo y le resultó. Una
bebida digna de brujos, decía perplejo y admirado aún.
En esta colección de apodos no podían faltar los botánicos, que acabaron por bautizarlo Trichocereus pachanoi (pronunciado tricocereus pacanoi) o el T. peruvianus, primo hermano del primero y que también es utilizado para confeccionar el bebedizo mágico. (Estas plantas se diferencian unas de otras por su flor nocturna, que nace a principios de verano, y por la longitud de sus espinas -por lo general más largas en el peruvianus)
El san Pedro es un cactus realmente curioso, pues dentro de la famosa lentitud de crecimiento de esta familia de vegetales es el que desarrolla de forma más ágil, llegando a crecer más de 20 centímetros en un año, y resiste un amplio rango de temperaturas, adaptándose a climas húmedos y a diversas alturas. Rompiendo los esquemas supersticiosos que aseguran que las cactáceas no gustan de agua, éste agradece lluvias abundantes, así como un suelo rico en nutrientes. (Tiene otro pariente espiritual más al norte, en México, el cual también gusta de poner en tela de juicio todo tipo de esquemas: crece bajo arbustos para evitar insolaciones.) Pero en este caso el san Pedro sigue la línea estipulada para los cactus: se eleva rápidamente hacia el astro padre buscando luz y calor, alimentándose más aún de sus rayos que del agua y los nutrientes de la tierra.
Al poder convertirse en un bebedizo mágico dispone también de estatus legal en nuestra civilización. No está perseguido su cultivo, ni su venta ni su compra; lo que está mal visto es su ingestión. Se puede encontrar en floristerías para utilización ornamental, e incluso en Sudamérica se utiliza para hacer cercos, pues aunque normalmente pierda las espinas en su madurez es tan prolífico y fácil de enraizar que allí hace la función de los cipreses aquí.
Si alguien quiere hacer de jardinero y dedicarse a la procreación de tan portentoso cactus hay dos maneras de multiplicarlo: por esqueje, o bien con semillas. El esqueje pilla rápido, y más si le ponemos hormonas para enraizarlo; si se parte de una planta ya ancha se tiene la ventaja de que sólo hemos de esperar a que se alargue, pero ya partimos de un ejemplar grueso. Es conveniente dejar un zócalo de 15 cm en el cactus original, pues de él saldrán más brazos y continuará creciendo. Antes de enraizar la parte cortada ha de esperarse que su sección se seque, pues en caso contrario podría generar putrefacción. La sombra en los primeros meses facilita el enraizamiento.
La procreación partiendo de semillas tampoco es difícil. Con un poco de dedicación germinan un 30% de ellas. Eso sí, deben observarse unos principios de seguridad para que todo no quede en nada. La tierra ha de ser arenosa, pues los cactus demandan un sustrato aireado y ventilado. No todas las bolsas que se venden en las jardinerías como sustrato para cactus son válidas. El sustrato ha de estar compuesto de una mezcla de arena, o perlita, de una granularidad parecida a la de la playa, más una parte de tierra fértil normal. Si no se dispone de tan mágico compuesto lo puede amalgamar uno mismo (quizás añadiendo una parte de turba para hacer todavía más amorosa la mezcla). La arena se puede obtener en la montaña, pues hay vetas de ella por dónde los geólogos aseguran que antes reposaba el mar. La que se utiliza en las construcciones vale también, pero deberíamos pedir permiso a los paletas para que nos presten un poco, ¿eh? Si tomáramos una arena de playa que tiene toda la pinta de haber estado tamizada por todo tipo de contaminantes modernos, convendría hervirla para desinfectarla un poco. Rellenando un tiesto con este compuesto maravilloso esparcimos las semillas por su superficie, sin llegar a hundirlas en ella. Regamos entonces con un aspersor (pulverizador) para no provocar inundaciones y otras catástrofes en la superficie. Al día siguiente se le da un toque mágico, y como si se tratara de un pastel la espolvoreamos con tierra fina, utilizando un colador para ello -en caso de que no moleste a los miembros de la familia-. Sólo añadiremos una capa de un milímetro de espesor, más o menos. Volvemos a regar un poco más y a los tres días, cuando ya se haya evaporado un poco de tanta agua, cubrimos los tiestos con un plástico transparente -para que se conserve la humedad y deje pasar la luz-. Un poco de calor no iría mal a la germinación: colocar el tiesto en un radiador suave puede ayudar a que las semillas germinen en una o dos semanas.
La época adecuada para la siembra es la primavera (nunca una vez entrado el verano, pues si tienen demasoiado calor posiblemente no germinará ninguna semilla). Al año siguiente podemos separar la maraña de cactus que hayan aparecido en el tiesto para trasplantarlos en tiestos individuales. La primavera vuelve a ser el momento adecuado para el trasplante de las cactáceas, tanto jóvenes cómo adultas. (Aquí vuelven a invertirse los patrones, pues en la mayoría de plantas la época adecuada para el trasplante es el invierno.) La mejor manera de hacerlo es con una cuchara, intentando mantener todo el juego de raíces de cada ejemplar en una porción compacta; para ello va bien hacerlo al cabo de unos tres días de haber regado la tierra, marcando con un cuchillo la zona de cada pequeño ejemplar con un corte profundo. También podríamos sumergir el tiesto en un recipiente con agua dejando que allí se disgregue la tierra y se desnuden las raíces de cada pequeño individual; éste método sería útil cuando el tiesto está muy poblado de ejemplares y nos es imposible realizar una separación con herramientas, pero tiene el inconveniente de que al quedar las raíces del cactus desnudas, éste tarda más de un año en recuperarse del susto y adaptarse a un nuevo hogar terráqueo y subterráneo. La solución para tiestos con un gran número de ejemplares es separar pequeños grupos de cactus y trasplantarlos en famílias, sin que esta convivencia comunitaria suponga ningún contratiempo para el feliz desarrollo de la planta individual. Un poco de sombra nuevamente es necesaria durante las primeras semanas de esfuerzo y adaptación.
Cuando es pequeño el cactus agradece la humedad, pero cabe desalentar aquellos que piensen en añadir al sustrato un potaje para mantener a ésta elevada (polidritos). Estos productos dificultan la ventilación de la tierra y nada es más perjudicial para un cactus. La arena y la turba se colocan precisamente por esto: para hacer más suelto y transpirable el suelo. De lo contrario las raíces de los cactus recién nacidos podrían pudrirse. Un plàstico traslúcido que cubra el tiesto es lo más adecuado para preservar un alto grado de humedad. Conviene quitarlo periódicamente para renovar el aire.
Durante el invierno obsequiaremos al cactus con una etapa de descanso: un riego pobre. El primer invierno lo invitaremos a un invernadero, para ahorrarle un poco el frío.
Y ahora podemos repasar el uso ritual que hacen de esta planta los nativos de Sudamérica. Evidentemente no la toman para ir de fiesta; en todo caso para celebraciones religiosas (que también pueden ser una fiesta) y rituales de sanación.
La preparación del bebedizo se hace con la parte superior del tronco de este cactus columnar. Se hace así porqué esta zona es la que tiene más principios activos -y aun mejor en setiembre, después del crecimiento del verano-. La dosis media oscila alrededor de los 25 cm de largo, teniendo en cuenta que la planta ha de ser ya madura y con un diámetro de unos 8 cm. El tamaño de brazo que se coge puede variar no sólo dependiendo de si conviene una dosis menor o mayor, sino también de si la planta viene de una familia con alta concentración de alcaloide o ésta es más bien baja (estudios científicos han revelado que el rango de mezcalina en un ejemplar secado oscila entre un 2,3% y un imperceptible 0,2% del peso).
Una vez cortado se puede dejar secar para conservarlo, o prepararlo ya en fresco. En caso que de que se seque se suele dejar al sol para que el proceso vaya más rápido. Tanto si se sigue un camino como el otro sólo la parte verde del cactus se utiliza -y aún después de haberle quitado una fina película transparente que protege el cactus del medio-. El núcleo del cactus, la carne blanca, no contiene mescalina y por tanto se desecha para el brebaje. Partiendo de esta base inicial ya podemos empezar a estudiar los dos caminos que, bifurcándose, llegan a la misma parte. Uno de ellos parte de la piel seca del cactus, y el otro lo hierve directamente.
En el primer caso se coge la parte verde del cactus que se ha dejado secar y se tritura hasta pulverizarse. Esto teóricamente está listo para ingerirse mezclado con agua o con cualquier otro alimento que no se tome en gran cantidad. (Durante el día anterior, y a veces durante varios días, se guarda ayuno para limpiar el cuerpo y centrar el alma). El potaje es bastante amargo y a veces se envuelve con la hoja de alguna planta.
La segunda manera implica un cocido. Se escoge nuevamente la piel del cactus y se hace hervir durante un período de siete horas a un fuego muy lento, con agua suficiente para que el potaje no se queme. (Previamente se habrá triturado el cactus hasta convertirlo en una pasta un poco pegajosa.) Ya que lo que se aprovecha es el jugo que queda, y no la pasta, es usual ir separando ambos cada 2 ó 3 horas ya que un tiempo prolongado de cocción estropea la sustancia; la pasta que queda se vuelve a hervir con más agua hasta completar el ciclo de las siete horas. Después dejará evaporar el líquido hasta que queda un residuo que tiene consistencia de goma.
En Sudamérica, dónde estas plantas no han dejado de
utilizarse por miles de años, hay unos personajes que aquí llamamos chamanes (aunque
allí los nombran personas de conocimiento) que son expertos en la conducción de
sesiones con estas plantas. La figura equivalente en nuestra cultura serían los médicos,
psicólogos y psiquiatras, pero salvando el gap cultural que separa las sociedades
arcaicas de las industriales: en unas el peso se da en el mundo psíquico, mientras que en
la nuestra la atención se dirige hacia el mundo externo, el físico. El reto que plantean
estas sustancias no es tanto su digestión física, sino la mental. Un antropólogo
comentaba que estas sociedades tienen tan codificada la simbología de su inconsciente
como nosotros nuestra bioquímica. Así pues, la incursión del occidental en el reino del
espíritu puede concluir en extravío, aunque lo deseable sea un reencuentro vivificante
con esta parte de nuestra persona tan ocultada y olvidada. En Sudamérica las sesiones se
llevan a cabo en un marco nocturno y reposado. En occidente, al no disponer de brujos,
conviene una persona próxima y que disponga de experiencia para que nos acompañe.